lunes, 30 de abril de 2012

Calla, calla


A puntito han estado de no leerme. Y no porque no hubiera hecho los deberes. Qué va. Había escrito la mejor columna de mi carrera. Un montón de espacios en blanco, tecleados artesanalmente en pleno éxtasis de inspiración. La columna se titulaba: “Palabra de jirafa”. Las jirafas no emiten sonidos, al menos, no que podamos oír. La jirafa es mi animal favorito. Me gustan las jirafas porque están como ausentes.
Llega a escribir esa columna o esculpirla o escupirla Damien Hirst y la cuelgan en la Tate Modern. Pero como la escribí yo, que soy de Zaragoza y visto casi normal, la jefa me ha reclamado una columna llena de letras. Y así estamos, con el museo Pablo Serrano, perdón, el Instituto Aragonés del Arte y las Culturas Contemporáneas haciendo eco.
Sea pues. Llenaré la columna. Pero insisto en que lo que necesitamos es un silencio colectivo: una página en blanco en el periódico, una hora de silencio en la radio, una sabana vacía, sin leones hambrientos ni gacelas en peligro, en ese documental de la 2, una hecatombe temporal o quizás una ley que nos deje sin Internet, con las pantallas en blanco.
No reclamo un silencio para reflexionar, que sería como llenar la cabeza de palabras, sino un silencio depurativo, un silencio para disfrutarlo, un silencio por el que pagar, un silencio estético, por aquello de que no hay que abrir los labios si lo que se va a decir no es más bello que el silencio. Y miren que es bello el silencio. O igual lo parece más por el hecho de que esté en peligro de extinción. Porque cada vez es más difícil encontrar un silencio puro, uno que no quiebre una música de fondo, el sonido de un móvil o el suave crujido de las palomitas.
Qué lástima esta adicción nuestra al ruido, a las notas, a las letras, a la masticación. Qué pena que nos cueste tanto hacer silencio, disfrutarlo, y más si es compartido. Los pocos silencios que practicamos a conciencia están cargados de gravedad: el triste minuto de silencio por las víctimas, el solemne silencio de las misas, el silencio crispado que preside los exámenes, el silencio que solo es espera antes de un concierto… En el temario español de las habilidades sociales, todo es parloteo, entrechocar de vasos, besos que no se dan pero suenan y palmadas en la espalda. El silencio es extracurricular y nos parece triste o incómodo.
Pues nada, pongámonos cómodos: rellenemos columnas, mandemos mensajes, perpetremos monólogos, opinemos, sigamos haciendo ruido. Hablen, hablen… Pero luego no digan.
Ay, con lo que me habría gustado a mí que nos calláramos juntos y que nuestro silencio no fuera incómodo, tener esa intimidad contigo que me lees, esa intimidad que nos apearía del usted, y darte esa palabra de jirafa… Calla, calla.

[En la imagen, detalle de Mecánica social, políptico de Fernando Martín Godoy. Siempre me ha parecido que los cuadros de Martín Godoy contienen como pocas cosas esa cualidad silenciosa. Quizá por eso elegí uno de ellos para presidir mi salón. A veces me gusta sentarme frente a él y dedicarme a mirarlo. Sin más. En silencio.]
Esta columna fue publicada en Heraldo de Aragón el domingo 29 de abril de 2011.

lunes, 23 de abril de 2012

Oro se escribe con Hache


"Estoy hablando en serio. Las cosas importantes, las únicas cosas importantes que existen en el mundo, se escriben con hache, y, por el contrario, se escriben sin hache las infinitas cosas que no tienen importancia."
No lo digo yo. Lo dijo Enrique Jardiel Poncela. Y seguía:
"No hace falta explicarlo. Basta con repasar el diccionario. Busca las cosas trascendentales, y solo las hallarás en la H. Los "hijos", con hache; el "honor", la "honra", con hache; Dios ("Hacedor Supremo"), con hache; "hombre", con hache (...) Os hago reír, ¿verdad? Reír es lo más importante del mundo: y "humorismo" se escribe con hache..."
Y aún dice Jardiel Poncela:
"Por eso, el amor, que no tiene importancia ninguna, se escribe sin hache. No debe tomarse en serio el amor... ¡Amor se escribe sin hache!... Hay que reírse de las cosas escritas sin hache."
Ríanse de la Oro si quieren. Pero hoy lo tendrán más difícil. Porque hoy, 23 de abril, Día del Libro, mi novela Pomelo y limón ha ganado el premio más importante que se puede ganar, el más emocionante, el premio que ya antes de ganarlo me hizo tan feliz, el premio que conceden quienes tienen que concederlo -los lectores-, el premio Hache de Literatura Juvenil. Lo recogeré en Cartagena el 7 de mayo. Pero desde ya, Oro se escribe con Hache.
Mírenme en la fotito que me acaba de hacer Phillipe Halsman. Hoy no me caben más alegrías en el cuerpo. Si tienen alguna que darme, déjenla para mañana, por favor.
Gracias, lectores. Os besaría a todos.
La Horo

Feliz Día del Libro, vecino

[Aviso: esta es una entrada para cotillas. Sesudos, pudorosos y alérgicos a la intimidad, abstenerse.]
Hoy es 23 de abril, Día del Libro. Debería escribir algo sobre eso. Pero el 23 de abril es también el día que conocí a mi vecino.
O lo reconocí, porque conocernos, ya nos conocíamos. De oídas, sobre todo.
Durante más de diez años viví encima de él, o él vivió debajo de mí, según se mire. El día que llegué por primera vez a mi casa, recién nacida, sonrosada y llorona, él estaba ahí debajo. Me lo imagino de niño, oyendo por primera vez mi llanto, aguzando el oído, con ese incendio que se le hace en los ojos tan a menudo, cada vez que algo despierta su curiosidad.
A veces subía hasta mi cuarto el rasgueo de su guitarra. Otras veces se cruzaban los sonidos del piano y el violín de sus hermanas con el piano y el violín de mi hermana y de mí.
Yo he olvidado casi toda mi infancia y parte de mi juventud, pero mi hermana, que la recuerda por las dos, dice que poníamos vasos en el suelo para oírlos discutir. Por lo poco que yo recuerdo, a sus cuatro hermanas las oíamos sin necesidad de vasos.
El caso es que mi vecino se fue de casa.
Y pasaron los años. Y las cosas. Y la vida.
Para que mi vecino de abajo y yo nos reconociéramos, mi vecino tuvo que irse a Nueva York y yo tuve que escribir un libro y ganar un premio. (Por cierto, el mismo día, en la misma fiesta en que yo recibía un premio con nombre fotográfico, mi amigo Nesquens recibía el premio Barco de Vapor por su obra titulada Mi vecino de abajo. Ni Paul Auster se atreve con tantos azares.) Al día siguiente, las hermanas de mi vecino, que son mis actuales vecinas y farmacéuticas de cabecera, tuvieron que cotillearle que la vecina aquella que tocaba el piano había ganado el premio Gran Angular (gracias, vecinas). Y él entonces tuvo que cotillear en mi página web, sentirse pillado in fraganti, y escribirme. Y tuvo que llegar Sant Jordi, y pillarnos a los dos en Barcelona. Yo le regalé un álbum -Flotante- en el que un niño se hace fotógrafo, como él. Él me había traído de Strand No One Belongs Here More Than You, de Miranda July (corran al enlace si aún no conocen a esta mujer). Y...
En realidad, me estoy repitiendo. Por eso lo cuento, porque ya lo he contado, y porque me apetece, y porque andamos escasos de historias bonitas y no me negarán que esta lo es. Los seguidores más perspicaces de este blog ya han sido testigos de todo esto; que si mi vecino por aquí, que si mi vecino por allí, que si aquel Día del Libro...
Si este blog, de repente, se llenó de fotos bonitas (suyas y de otros), deben agradecérselo a él.
Por eso hoy, Día del Libro, quiero desear a mis lectores que tengan, como yo, buenos vecinos, vecinos que les hagan felices, vecinos que les regalen y a los que regalar libros, vecinos con los que compartir lecturas, vecinos que hagan que les entren ganas de tirar la pared y juntar las bibliotecas.
Y a mi vecino... feliz Día del Libro.

[La foto del feliz lector está hecha, claro, por mi vecino.]

lunes, 16 de abril de 2012

Una entrada (casi) alegre y una errata* mundial

No están los tiempos para hacer una columna como una canción feliz de Michael Jackson, de esas llenas de niños, coros, palmadas y el sintagma “mundo mejor” repetido hasta la hiperglucemia. Pero lo voy a intentar, qué caramba, porque la felicidad es un empeño en el que deberíamos poner todas nuestras fuerzas.
Además, si ser optimista es creer que seremos felices en el futuro, tengo miles de motivos para el optimismo. Todo porque he estado visitando el futuro con una profusión que para sí quisieran los de la universidad de Pittsburgh. Digo Pittsburgh y no Alabama porque es allí, en Pittsburgh, donde llegaron a la conclusión de que los adolescentes que leen son más alegres. Eso, después de examinar a 106 chavales.
Para afirmar que la lectura hace felices a adolescentes y niños, a mí me basta con ver a uno, el desdentado que habita en mi casa, pero para hacer aseveraciones así parece que haga falta una muestra cuantiosa y con un apellido distinto al tuyo. Pues bien, la tengo. Y mucho mayor que la muestra de la universidad de Pittsburgh. Llevo tres meses paseándome por colegios e institutos, visitando el futuro, ya digo. Calculo que habré estado con unos 5.006 niños, niñas y adolescentes. La excusa para vernos es que habían leído mis libros. Igual es por eso, porque son lectores, por lo que los he encontrado tan alegres, tan refrescantes, tan burbujeantes, tan llenos de esa fuerza imposible de embotellar que llamamos “vida”. Sospecho que lo que los convierte en antídotos con patas contra el pesimismo no es (solo) la lectura. Son mundiales. Y lo digo así, sin rigor estadístico ni semántico, con la visceralidad del forofo.
A los 5.006 motivos para el optimismo que he conocido, debo sumar 220,24* motivos más, que son los profesores y profesoras que sonreían al ver sonreír a sus alumnos (¿ven como esto ya se va pareciendo a una canción cursi de Michael Jackson?), los mismos que al despedirse, decían en voz baja, como quien confiesa un pecadillo: “Lo peor son los padres. Yo, cuando soy feliz, es cuando cierro la puerta de clase y me quedo con mis alumnos”. No sé si lo peor son los padres, o los inspectores, o el inventor de las competencias básicas. Tampoco sé si me habrían dicho lo mismo si, después de cerrar la puerta de clase, al volverse se encontraran con cuarenta detonadores de vida en posición permanente de estallido en vez de con veinticinco.
Lo que sé seguro, y lo sé porque tuve un buen profesor de matemáticas, es que, en ese caso, en vez de 220,24* motivos más para el optimismo, me habría encontrado solo con 125,15. Y sería una pena.
Vaya, tener que meter la pena. Con lo alegre que me estaba quedando esta columna. Casi como un himno de aquellos de Michael Jackson.

En la imagen, de Phillipe Halsman, un profesor asumiendo un "mayor esfuerzo".

*Esta columna fue publicada bajo el título "Una columna (casi) alegre" el 15 de abril de 2012 en el Heraldo de Aragón. Esa noche recibí un mensaje de Pili Allanegui, profesora mía de Matemáticas en EGB. "O es una errata del Heraldo, o se te ha olvidado dividir", me decía. "No importa mucho, siempre puedes echar mano de una calculadora." Desde aquí te digo: "Querida Allanegui: Podría decir que fue una errata del Heraldo, o que me pudieron las ganas de aumentar el número de docentes. Pero la realidad es que soy un zote. No sé ni dividir ni copiar. Utilicé la calculadora, y copié mal el resultado. Debí poner 200,24 y puse 220,24."
Confieso que quise exiliarme a otro país al darme cuenta de mi bochornoso error. Pero, bien pensado, me encanta que esto haya sucedido. No hace sino probar lo necesarios que son los maestros. Sin ir más lejos, ya ven, yo aún necesito a la Allanegui. Y lo mejor de todo es que ella aún tiene ganas de seguir haciéndome aprender.
Gracias, Allanegui. Esta va por ti.

miércoles, 4 de abril de 2012

Pasiones

Aún no he decidido a qué pasión entregarme esta Semana Santa.
Mi familia insiste en que vaya a esquiar pero, puesta a hacerme ampollas en los pies, también podría salir en procesión, dar puntapiés a un balón o estrenar tacones, sin medias para más inri, y domarlos por un paseo donde huela ligeramente a yodo. La pasión se nos presenta de formas tan variadas…
No dejo de ilusionarme, porque aún tengo toda la semana por delante y esto es solo el principio, y en los principios todo es posible. Pero sé cómo acabará. Déjenme que se lo cuente, aunque en el fondo creo que lo saben. No tienen más que leer la Biblia.
El domingo de Ramos es día de alegría. Unos reciben a Jesucristo con palmas y otros reciben las vacaciones dando palmas con las orejas. Todo está por suceder. Pero como tenemos la manía de pensar que nada emocionante puede ocurrirnos entre nuestro portal y la panadería, toca hacer maletas y cambiar de escenario, justo ahora que las calles se convertían en un teatro.
Lo que viene después es fácil de adivinar y de visualizar en las cámaras de la DGT. Cada uno -pero somos un montón de cada unos- elige su propia vía (crucis). Los de la montaña van a la ciudad; los de la ciudad, al pueblo; los del pueblo, a la playa; los de la playa, al extranjero. Salou, Jaca, Calanda, París... Y nos vamos cruzando por tierra, mar y aire. En procesión, claro.
Lo siguiente, dice la Biblia, es la cena con los amigos y el pitote con los mercaderes, que seguro que no nos falta un motivo para discutir con el de la gasolinera, el del bar o el del hotel.
Pero ya llegamos al punto álgido de la semana. Hemos venido con nuestra cruz a cuestas y ha llegado el momento de entregarnos a nuestra pasión voluntariamente aceptada: el senderismo, la francachela, la convivencia familiar extrema, el culturismo, la cultura, el culto...
Si lo que buscaban eran emociones, no se preocupen: las tendrán. La traición está garantizada. Si no es Judas, la meteorología o el catarro del niño, será el peso de nuestras propias expectativas. Proyectamos pasarlo tan bien que nunca es suficiente. Salvo al final, a la hora de contarlo. Porque ahí es donde resucitamos, en el relato de esas vacaciones donde el sol brilla más, el agua es más tibia, la montaña más alta, la risa más fuerte y la nieve... Hay nieve. Y mostramos las fotos donde no hay espinas y los niños sonríen. Porque los niños con mocos no quedan tan bien en las fotos, y porque hay que dar sentido a nuestra pasión.
Y así, hasta la próxima marca de color rojo –rojo pasión- en el calendario, condenados a la pasión voluntariamente aceptada y a la resurrección por el relato. Qué divinos somos siendo tan humanos.
Pásenlo bien. Y a su vuelta, cuéntenlo mejor.

Esta columna apareció publicada en el Heraldo el 1 de abril, domingo de Ramos.
Sobre la imagen: si no conocen a Martin Parr y se preguntan qué demonios pinta esta foto tan tremenda en esta entrada, pinchen aquí.

martes, 3 de abril de 2012

Milagro LIJ

La imagen es mala, lo sé. Pero es lo que tienen los milagros, que cuando ocurren, lo último en lo que piensa uno es en documentarlos y buscar el mejor encuadre. Bastante tiene con cerrar la boca.
La imagen es mala y la noticia retrasada, pero no quería dejar de ponerla. Ayer, 2 de abril, fue el Día Internacional del Libro Infantil y Juvenil. Se celebra precisamente el 2 de abril porque ese día nació Hans Christian Andersen.
Decía Andersen: "Siempre se debe llamar a cada cosa por su nombre, pero, si uno no se atreve, debe poder hacerlo en el cuento". Andersen se contó a sí mismo en un cuento, el de El patito feo, ese cuento tan infantil y tan pero que tan juvenil. Patito feo no solo lo fue Andersen, sino que a veces también lo es la propia literatura infantil y juvenil. Pero quienes estamos en esto, sabemos que somos cisnes. Si no nos damos más aires es porque, como dice Andersen, "un buen corazón jamás es orgulloso".
Ayer, día de la LIJ, se me apareció san Andersen, ya crecido, en el lago de Eriste. Me siento una elegida.