domingo, 24 de febrero de 2013

No soy lo que parezco

Ya pasó el 14 de febrero, pero si aún les quedan ganas de amor, no dejen de leer el último número de la revista online Off the record, "dedicada en su mayoría a la literatura juvenil". Además, entre libros y películas de amor, encontrarán un artículo mío que no es de amor y que se titula Trapos y literatura; no les digo más.  
Bueno, sí, les digo cómo empieza:
"Soy Begoña Oro, y soy escritora, y blablablablablá. Pero si escribo este artículo sobre moda, literatura y fiestas es porque una vez, cuando el escritor Jorge Gómez Soto me presentó en sociedad (literaria) en su blog, Carmen Pacheco, ¡Carmen Pacheco!, escritora y gurú de la moda y de todas las cosas que uno se pone para parecer más guapo de lo que es, dijo (lo puedes leer aquí): “No has comentado lo más importante: ¡Lo elegante que va siempre [esta chica] a los premios SM!”. Desde entonces, incluyo esa frase en mi currículo y me lo he creído. Por eso ahora escribo…"
Ah, sí, y les digo cómo termina, porque la fotografía mía que acompaña el artículo es terrorífica y necesito que sepan que yo no soy así, porque -así acaban mis Trapos y literatura-:
"“Soy lo más distinta de mí / que te puedas imaginar” (...) “Si tú quisieras conocerme / yo giraría sobre un pie / pero te esperaría un largo viaje / desde mi apariencia hasta mi ser”. Feliz viaje."
Eso tan bonito que aparece entrecomillado no es mío, es de Jorge Luján, conste.

En la imagen: yo, con mis trapos, preparándome para protagonizar una cubierta de Kate Morton.

Ah, y sigo por aquí

miércoles, 20 de febrero de 2013

Ser ex

Se llenan los periódicos de gente que ya no es lo que era, personas a las que se identifica por lo que un día fueron pero ya no son: exalcaldes, exmujeres de exalcaldes, extesoreros, exciclistas, exconsejeros, exnovias de hijos de expresidentes (y porque no hay ‘exhijos’)..., incluso –lo nunca visto– expapas.
Hace unos años estas noticias habrían ocupado algunos espacios más. De hacer caso a la antigua Ortografía de la Lengua Española, correría el aire entre esos “ex” y aquellos cargos o cargas. Pero desde diciembre de 2010, dice la Real Academia Española que nada debe separarlos, ni espacio ni guiones ni rayas. Lo que antes era un ex ministro, es ahora un exministro, además de ser un exmarido británico o una exdoctora alemana (los exismos tienden al cuadrado y al extranjero). El ‘ex’ se incorpora como prefijo y pasa a formar parte de la palabra, y uno ya no distingue entre la extensiones y el tiempo de paz, y parece que va a la peluquería a que le pongan un armisticio, y deja que le masajeen la cabeza.
Pasa uno a ser ahora lo que es y lo que ex, o lo que fue, y a unos se les nota más y a otros menos. Los hay que incluso se retrotraen en sus exismos hasta la tierna infancia. Al fin y al cabo, aunque en algunos casos cueste creerlo, todos somos exniños, aunque hay quienes ya talluditos sigan luciendo el increíble papo con el que escurren el bulto los chiquillos, la alegría con la que reparten las culpas, el instinto salvaje y salvacastigos del “yo no he sido”; eso, después de una larga etapa del “mío mío”. Al rincón de pensar.
Somos hoy lo que dejamos de ser ayer, pero también en el futuro dejaremos de ser lo que somos hoy. Me aferro al exismo para pensar que un día todos estos lodos se sedimentarán bajo tierra, que esta grisura será también pasado, que seremos exparados, exdesahuaciados, exdeudores y que tendremos motivos para ser exescépticos; que pasará el tiempo y el confeti volverá a ser solo un arco iris recortado a cachitos que hace sonreír a niños y exniños; que Suiza será el lugar donde pastan vacas moradas que dan chocolate y donde triscan ciervos entre montañas, invitando a tomarlos como modelo para gastar unos lápices de madera Alpino; que esta crisis quedará congelada y explicada en los libros de texto.
Solo espero que ese día llegue pronto y que podamos escribir cosas más leves, más felices, y que, al escribirlas, resulten acordes con los tiempos. Y, sobre todo, que hayamos aprendido algo por el camino. Porque de verdad que se pone una a pensar en las cosas que ya no tienen marcha atrás porque no tienen paso adelante, piensa por ejemplo en la imposibilidad física de ser un exsuicida, mira alrededor y le entran ganas de hacerse ya excolumnista.

En la imagen: eximperdible de Chema Madoz.

Este texto apareció publicado en Heraldo el 17 de febrero de 2012.
Perdonen el abandono. Tengo una horda de editoras persiguiéndome. Aun así, me distraigo de vez en cuando por aquí. No se lo digan a mis editoras.

lunes, 4 de febrero de 2013

Empujar el coche

Hace tiempo que no veo a gente empujando un coche, y sin embargo, recuerdo perfectamente esa imagen, y el sonido con el que empezaba todo: ese estertor voluntarioso del motor al girar la llave, esa forma suya de decir “lo intento”, “más quisiera yo”. Y luego el desalojo del vehículo: un pelotón de niños kamikazes y de madres parricidas que nos llevaban a algún lugar sin elevadores, sin cinturones, sin triángulos alertando “bebé a bordo”; un pelotón que se baja del coche y se despliega por la trasera, por los laterales, y que invita a cualquiera que pase por ahí a sumarse a la juerga. Y ahí estamos niños y mayores, los ocupantes del coche más los espontáneos reclutados en la calle, con las palmas de las manos sobre una carrocería recalentada por el sol. Los niños empujan con toda su alma, porque empujar algo treinta veces más pesado es una heroicidad y todo niño tiene alma de Supermán. Los mayores empujan con todos sus kilos, porque la grasa les pesa más que el alma. Todos echan el resto, todos menos uno. Uno hace play back: se apoya sin más y sobreactúa el gesto de esfuerzo. Luego llegan la cuesta abajo, el victorioso sonido del motor que dice “ya”, y la carrerita para subirse al coche en marcha e instalarse bullangueramente, unos encima de otros, como piojos en costura. Y el limpiar de palmas y la sonrisa de los espontáneos, que contemplan cómo se pierde en el horizonte ese coche, su buena obra del día.
En aquel tiempo también oíamos contar en voz baja historias de madres que habían sido capaces de detener un coche con sus manos o levantar ellas solas el peso de un camión para salvar a sus hijos. Las madres parricidas, esas mismas que nos hacían beber agua del grifo, y a morro, eran capaces de transformarse en El Increíble Hulk si sentían que sus crías estaban en peligro. ¿Cómo iban a dejar que nos matara otro?
Ahora son otros tiempos. A ver quién arranca un coche de inyección que no quiere arrancar. Ya no hay buenas obras sino grúas. Pero sigue siendo tiempo de empujar, y de soltar, tiempo de progenitores convertidos a ratos en Hulk, a ratos en gente dispuesta a escogorciar a sus hijos para dejarlos vivir, padres y madres que se sitúan tras las bicicletas sin ruedines de sus hijos y juran sujetarlos eternamente para, cuando menos se lo esperan, soltarlos y abocarlos a ese tándem indisoluble que forman el batacazo y la autonomía.
Hay cosas que nunca cambian. Es solo que ahora se hacen con casco. Sobreprotectores nos llaman. Igual es que nos ponen multas, o que somos menos jóvenes, o que estamos más asustados, o que tenemos un sistema tan complicado que ni se nos pasa por la cabeza que vaya a funcionar algo tan sencillo como aquello de empujar el coche.

En la imagen, madre parricida fotografiada por Helen Levitt. (Si quieren regodearse en la nostalgia del peligro, no dejen de pinchar en el enlace.)

Este texto apareció publicado en Heraldo el domingo 3 de febrero de 2013.