martes, 24 de marzo de 2015

La medida del dolor

Hay días en que el dolor se hace visible y hasta oficial. En días así, una no deja de preguntarse por qué ese dolor sí y otros no. Para lo primero suele encontrar respuestas; para lo segundo, no tantas.
Lo cierto es que hay dolores y dolores. Dolores que cobran una dimensión pública -banderas a media asta, crespones, suspensión de programas y actos- y dolores que solo se lloran en privado, o en secreto.
A raíz de cierta herida, decía Clara, la protagonista de mis Croquetas y wasaps (104 formas de engañarse en México):
...era como comparar una herida mortal con una raspadura que no merece ni una tirita. Pero prueba a estar dentro de un dolor, prueba a quitar importancia a un dolor cuando estás dentro de él. Prueba a medir el sufrimiento. ¿En qué unidad de medida? ¿En número de punzadas? ¿En litros de lágrimas? (...) No hay lugar más alejado del Museo de Pesas y Medidas de París que el interior de un dolor.
Sin embargo, lo hacemos. Competimos hasta en eso. Sopesamos las penas. Lo hizo de otra forma -midió el peso-, Gianni Rodari, al que dedico la sección de mañana del Heraldo escolar. Dice Rodari en Inventando números:
-¿Cuánto pesa una lágrima?
-Depende: la lágrima de un niño caprichoso pesa menos que el viento, y la de un niño hambriento pesa más que toda la tierra.  
Al final, me temo, las lágrimas que más pesan a cada uno son las que nos salen de los mismísimos y propios lacrimales. El "me duele más a ti que a mí" que acompañaba al guantazo siempre fue un cuento. Y por eso el dolor de los hijos nos deja así, inermes, descolocados. Porque en el fondo sabemos que, por más que quisiéramos que fuera de otra manera, su dolor a quien más les duele es a ellos. Como a nosotros el nuestro.

Imagen de Don McCullin.

domingo, 22 de marzo de 2015

Una chica fácil

Hay tantas cosas que nos separan. A las personas, así, en general. A ti y a mí en particular. A veces, océanos enteros. Muchas veces, palabras. Dichas o por decir.
Un título puede ser un grupo de palabras que nos separe, una valla, una muralla. Me lo recuerda Chus Juste, la mejor bibliotecaria del mundo, cada vez que publico un libro y me manda un mensaje diciendo que aún hay un título peor que el de mi penúltimo libro: el de mi último. Chus es amiga. En Aragón nos queremos así, a latigazos. A Christian Grey, de chico, lo mandaron un verano a unos campamentos en Boltaña para aprender español y de aquellos polvos, estos lodos. Pero me voy. 
Lo que les contaba: como sé que un título puede ser una señal de STOP, cuando las editoras mexicanas de SM se pusieron en contacto conmigo para decir que iban a sacar Croquetas y wasaps pero que iban a cambiarle el título, antes incluso de saber cuál sería ese nuevo título, yo dije: "amén". Bueno, por eso y porque soy una escritora fácil, I'm easy like Sunday morning, pero fácil de verdad, no como Lionel Richie cuando cantó Easy con Westlife y empezó dándoles las gracias por incluir el tema, su tema, en su álbum, el álbum de Westlife, pero ya luego se vio que todo era de boquilla porque Lionel se pegó toda la actuación dándoles paso condescendiente y alardeando ante esos pipiolos de que ahí quien tenía la cola más larga (y más negra, y más reluciente bajo los focos) sin duda era él, como puede verse claramente en este vídeo.
Pero me voy.
A lo que iba, que si para llegar a los lectores y lectoras de México tengo que renunciar a las croquetas del título, renuncio. Claro, en España, decir "croquetas" es decir abuela, y madre, y familia, y cosas ricas que lleva tiempo hacer, y que se hacen con restos de otras cosas, y que se congelan, y se pasan en tápers de una casa a otra, y se comparten, o se disputan entre hermanos y sobrinos, como sucede en mi casa. Me temo que allá en México no hay más croquetas que las que come el pitbull de Juan Carlos Quezadas o las que haya podido dar Verónica Murguía al ya famoso perro Sami. No sé cuál sería el equivalente gastronómico-emocional mexicano de unas croquetas. ¿Tacos? ¿Y los wasaps?
En cualquier caso, mis editoras mexicanas han apostado por otro título y si a ellas les parece bien, a mí también. Porque lo que un autor quiere es que le lean y cualquier ayuda es buena para acortar ese camino tortuoso, hiperpoblado, lleno de cantos de sirenas, loto, piratas... ese camino odisea que conduce del escritor al lector, de ti a mí, ese camino que intentan atajar los editores con su nunca bien ponderado esfuerzo. Ahora tú que vives en México y yo que no, podemos estar juntos, tan cerca y tan lejos, en un libro cuya cubierta no dice Croquetas y wasaps sino 104 formas de engañarse. Pero no se lleven a engaño, este no es un libro nuevo; son mis Croquetas y wasaps con nuevo título, el mismo perro con distinto collar, un collar que tiene pájaros y flores y corazones y dos eñes en la cubierta, y me encanta. 
Ni les cuento lo feliz que estoy. Ya les dije que para mí México es amor. Llevaba media vida soñando con ir allí. Mírenme en la cubierta. Si es que estoy en una nube.

jueves, 19 de marzo de 2015

Aspiraciones de una diva (10 exigencias para mis encuentros)

Si vas a tener el privilegio de que visite a tus alumnos (sí, siempre debería considerarse un privilegio recibir a un autor en un colegio), no voy a exigirte una botella de Veuve Clicquot, ni Bling H2O, ni velas aromáticas de mandarina Jo Malone. Pero hay diez cositas que sí te voy a pedir, y, por increíble que parezca, si las pido es porque alguna vez me han faltado: 
1. Antes de que yo llegue, dedícame por lo menos una frase. Di a tus alumnos: "ahora iremos a la biblioteca a hablar con la escritora Begoña Oro". O no. Si quieres, guarda la sorpresa. Pero dímelo. Si los niños llegan hasta donde yo estoy sin saber si vienen a que les pongan una vacuna, a una exposición de sellos, a probar un almuerzo saludable o a aprender un baile, necesito saberlo. Al menos para presentarme.
2. Si no sabes quién soy ni a qué me dedico, disimula. En realidad, soy solo una persona que escribe; no soy más importante que tú, que educas. Pero como parte de la formación literaria de tus alumnos, vamos a hacer como que un escritor es alguien importantísimo, más importante que El Rubius, más importante que Shawn Mendes, más importante que Christine Lagarde.
3. Si tienes una estrategia, compártela conmigo. ¿Tus alumnos y tú habéis estado trabajando como hormigas y queréis que dediquemos un tiempo a que me enseñéis el resultado? ¿Queréis que empiece respondiendo a unas preguntas? Estoy abierta a todo. ¡A mí también me encantan las sorpresas! Únicamente me vendrá bien saber de cuánto tiempo dispongo para que no nos quedemos sin minutos para lo más importante: que nos comuniquemos. Si es necesario, ponte en contacto conmigo antes y cuéntame qué esperas de mí.
4. Ayúdame a poner orden. A ver, no necesito un silencio sepulcral. Me gusta crear un ambiente participativo. Pero no hace falta que te diga lo difícil que es llegar a los alumnos cuando estás pendiente de dos o tres alumnos que dificultan seriamente el desarrollo de la sesión. No he ido hasta tu colegio para reñir o castigar a nadie. ¿Lo puedes hacer tú, si es necesario?
5. Dicho lo  anterior, danos una oportunidad, a ellos de portarse bien, a mí de contactar con ellos. Si, en tu afán de poner orden (gracias por preocuparte), has pensado que sería buena idea que X o Z no entraran en la charla, replantéatelo. Vamos a intentarlo. Quizá X me termine haciendo esa pregunta que nadie me ha formulado antes. Quizá Z quiera acabarse el libro después de conocerme.
6. Si te quedas, escúchame, por favor. O, por lo menos, no hables en voz alta con otro profe. Es difícil que tus alumnos crean que vale la pena escucharme si tú no lo haces. Es difícil que yo me concentre si te veo hablar (no lo olvides; soy una diva). Si no vas a escucharme, disimula o vete, por favor. Y si te quedas y te gusta lo que oyes, sonríe. Es fácil, y me hace sentir bien (soy una diva llena de inseguridades), y cuando me siento bien, hago las cosas mejor. Seguro que ya lo sabes porque a tus alumnos, y a ti, os pasa exactamente lo mismo.
7. No saques el monedero y me preguntes si vendo mis libros o alguno de los libros que he enseñado (sí, me ha pasado, más de una vez). Vender libros es una profesión importante, pero no es la mía. No directamente.
8. ¡Dame agua! Del grifo me sirve, salvo si vives en Tarragona o Almería (ya ves, en realidad soy una diva de andar por casa, más de bata de boatiné que de seda).
9. Deja que los niños se acerquen a mí (¿me estoy endiosando?). No me importa en absoluto que me abracen. Al contrario.
10. Sé que estás muy ocupado, que tienes que conducir a los niños de vuelta a clase, pero cuando acabe, por favor, no me dejes sola en el salón. Pregúntame si sé salir de ahí, porque mi sentido de la orientación es pésimo y seguramente me siento como en el fondo de un laberinto o en la sección de baños de Ikea. Si me dejas ahí, te arriesgas a que mi espíritu acabe vagando por tu colegio eternamente. Indícame la salida y dime "adiós", por favor.

IMPORTANTE: Si estás leyendo esto y he pasado por tu colegio, no te sientas aludido, que mira que somos todos dados a las figuraciones autoflagelantes. Es imposible que esté hablando de ti. Es imposible que el tipo de profe al que he podido aludir en esta entrada la lea. Ese profe entra y sale del aula o salón de actos sin llegar a saber cómo me llamo. Como para encontar mi blog. De hecho, si escribo esta entrada es porque he tenido últimamente encuentros tan buenos, preparados con tanto mimo, encuentros tan "encontrados", que estoy desarrollando una escasa tolerancia a los des-encuentros y, en paralelo, una gratitud aún más inmensa por quienes hacen buenos los buenos encuentros. A estos, a los profesores y profesoras que habéis hecho, hacéis y haréis de los encuentros una experiencia a la altura estratosférica de la diva que pretendo ser, GRACIAS.

Escrito un día después de rebanarme un dedo (el corazón de nuevo, ¡ay!) cortando cebolla. Igual por eso hoy tengo la piel más fina.

En la imagen, de Everett: la Oro, tratando de recuperarse tras una extenuante jornada de encuentros. El cigarro es de mentira. No fumen.

lunes, 16 de marzo de 2015

Montserrat del Amo, la niña que leía bajo las bombas

Montserrat tenía nueve años cuando empezó la guerra. La guerra duró tres años, tres años en los que Montserrat no pudo ir al colegio. ¿Y qué hizo? Leer y leer. Leía haciendo cola para comprar cebollas, leía en el sótano bajo los bombardeos... Mientras otros niños lloraban en la oscuridad, de miedo, ella leía y, con la lectura, olvidaba la guerra.
Con la afición a la lectura, le llegó la pasión por escribir y llegó a convertirse en una de las escritoras españolas más importantes. De hecho, cuando crearon el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, el primero, se lo dieron a ella. Montserrat del Amo escribió cuentos que aún se leen como Rastro de Dios, historias de pandillas como Los Block, novelas infantiles que rompieron moldes como El nudo o ambientadas en lugares lejanos como La casa pintada, novelas juveniles como La piedra de toque, antologías como Cuentos contados o historias que recuperan canciones de siempre, como Cucú, cantaba la rana... Y es que, además de escribir, a Montserrat del Amo le gustaba contar cuentos. Era una experta narradora oral que contó cuentos mientras vivió, hasta hace unos días.
Montserrat contó en colegios, bibliotecas… Muchos recuerdan cómo, hace cinco años, contó cuentos en el hall de un hotel. Había una reunión mundial de escritores y editores, en Chile. Y de repente, de noche, la tierra empezó a temblar. La gente bajó asustada, en pijama, con mantas… Ese día Montserrat había dado una charla y había dicho que las historias servían para todo. En el hall, envuelta en una bata de flores, dijo: “vamos a ver si valen para pasar el susto tras un terremoto”. Y contó cuentos. Y sirvió. Como le sirvieron a ella [y a otros niños] las historias bajo las bombas.

Este texto apareció publicado en Heraldo escolar el 11 de marzo de 2015. (Qué cortos se me hicieron los 1.700 caracteres.) Montserrat dejó de contar cuentos aquí el 26 de febrero. Si quieren seguir oyéndola, no tienen más que abrir sus libros. Si además quieren verla, no se pierdan esta entrevista o el espacio que le dedica Cervantes Virtual.
En la imagen, sacada de aquí, sale el miedo; no sale Montserrat del Amo.

Hace cuatro días, en Segovia (y qué buenos fueron los encuentros en Segovia), casualmente me encontré dando una charla a una sobrina nieta de Montserrat del Amo. Cuando me dijo quién era, le pregunté si su tía le contaba cuentos. Me dijo que sí. Claro.

miércoles, 11 de marzo de 2015

No es lo que parece (+18)

Tengo que escribir esto para salvar mi honor. Lamento si al principio les parece algo prolijo o el relato de algunos detalles les resulta arbitrario. Ya verán que no. Todo acaba cobrando sentido. Desgraciadamente.

Ayer me tocaba ir a Cariñena como parte del ciclo de Escritoras Españolas que organiza la DPZ. Fue un día complicado y acabé arreglándome a todo correr. Menos mal que llevaba el pelo medio bien. Desde que leí Cabaret Biarritz (léanlo), he encontrado una coartada estética para mis ondas y mi pelo corto. Ahora me arreglo como una flapper. Me bastó con ponerme un poco de crema definidora de rizos, una horquilla y a correr. Cogí la bici y fui hasta El Periódico de Aragón, donde había quedado con Juan Bolea.
-Me lleva don Juan en coche hasta Cariñena -le advertí a mi madre cuando le dejé al niño.
Al final, como siempre, llegué con tanta antelación que hasta me dio tiempo a pintarme las uñas en el banco corrido que hay frente a El Periódico.
-Tú no has leído El Periódico hoy, ¿verdad? -me dijo Juan poco después de entrar en su coche.
Y la verdad era que no. De haberlo hecho, igual le habría llevado un jamón, porque Juan me había dedicado una columna elogiosísima, esta.
En Cariñena tuvimos que abrir tres veces mi ventanilla para preguntar dónde quedaba la biblioteca. Todos los hombres a los que preguntamos nos miraron a Juan y a mí muy sonrientes y se esforzaron en dar explicaciones. Qué amables son en Cariñena.
Y por fin llegamos. Ahí estaba esperándonos, toda sonriente también, Társila, la técnico de cultura.
Juan pidió ir un momento al baño antes de empezar, y yo me sumé a la petición.
-Ya sabes lo que dijo Churchill cuando le preguntaron qué hacía falta para ser un buen orador -dijo Juan, aunque no estoy segura de que el citado fuera Churchill. Me hago un lío con los nombres-: ir antes al baño.
Hice el Churchill (o quien sea) y salí a todo correr, sin apenas mirarme al espejo, porque Juan ya se me había adelantado y estaban todos esperando: un grupo de mujeres maravillosas, la mayoría en torno a los sesenta años, e Isidoro, el único hombre que se atrevió a venir.
Yo me mostré desenvuelta, me temo que algo procaz. Juan, a mi derecha, se mostró algo escandalizado. Hablamos de Miami, de libros, nos reímos... Sobre todo, nos reímos mucho.
A la vuelta, Juan me dejó al lado de casa de mis padres. Nada más entrar, les enseñé el ejemplar de El Periódico que me había dado Juan. Mi hijo empezó a leer la columna; mi madre, coleccionista de recortes, se ofreció a guardarla; mientras, yo comía croquetas. Cuando llegó mi padre, la leyó complacido.
-Qué bien te ha tratado, ¿no? Está muy bien, muy trabajada -dijo.
Yo asentí.
-Muy trabajada.
Solo cuando salí de casa de mis padres y me miré en el espejo de su ascensor la vi.
Era una mancha blanca. La tenía en el pelo, en el lado derecho, el que ve un viandante cuando le preguntas desde un coche, el que ve tu presentador cuando se pone a tu derecha, el que ve aquella lectora desde arriba mientras le dedicas el libro, el que ve tu madre cuando, sentada a tu lado, te mira comiendo croquetas al levantar la vista de la reseña que te ha dedicado el hombre que te llevó en coche. Una mancha blanca como la famosa mancha blanca de la famosa Chica de la Mancha en el pelo. Una mancha como aquella de la que hablaba Carmen Pacheco cuando inauguró con aquella maravillosa crónica del Premio SM el género del noeslefismo al que pertenece esta entrada.
A La Chica de la Mancha, los agentes que la detuvieron en un control de alcoholemia tuvieron el bonito detalle de comentarle que tenía "algo" en el pelo. A Carmen Pacheco se lo dijo Jorge Gómez Soto. A mí nadie me lo dijo. Y eso que tenía una buena respuesta que dar: un grumo blanco y pastoso de crema definidora para cabello rizado u ondulado Stylius (Línea Profesional).
Que justo ese día Juan Bolea escribiera aquella columna tan elogiosa sobre mi ¡Buenas noches, Miami! fue pura coincidencia. Lo juro.

En la imagen, yo, en mi próxima charla, con los rizos a lo loco, sin definir, y con una cinta en el pelo, por si acaso.

sábado, 7 de marzo de 2015

Cita con niños, libros y ardilla

Estos dos últimos años he estado trabajando como una loca en un proyecto del que no puedo enorgullecerme en primera persona del singular. Detrás de él estoy yo pero también están el ilustrador Dani Montero y un enorme equipo de personas como las editoras Aída, Araceli, Arantxa, Carmen, Cristina, María Pilar, Mónica, Nuria, Paloma, Pilar... (y seguro que me dejo gente). ¿Echan algo de menos en esta enumeración? ¿Hombres? ¡Bah! ¿Quién los necesita?
¿Cómo dice? ¿Que los necesitan los chicos, los niños, porque con tanta bibliotecaria, tanta editora, tanta lectora profesional, tanta xx, no estamos atendiendo al gusto de los xy? Bueno, es una opinión a tener en cuenta. Aunque ¿acaso hay libros para chicos y libros para chicas? Es otra opinión a tener en cuenta. Pero a lo que voy:
Fruto de ese trabajo colectivo nació la pandilla de la ardilla. La pandilla de la ardilla acompaña en clase a los niños y niñas de 1º y, a partir del curso que viene, de 2º de Primaria. Aparece en los libros de texto de las distintas áreas del proyecto Savia (SM), en libros de El Barco de Vapor, en el libro de Lecturas (que es preciosísimo; salen los mejores autores con ilustraciones de Tomás Hijo; tienen que verlo)... "Educar es hacer crecer", dice el proyecto Savia. Estoy segura de que estos libros harán crecer lectores de esos que dentro de unos años se dirán nostálgicos: "¿Te acuerdas del libro de los 13 colores?" "No, eran 12." "¿Seguro?" "¿Y de los niños de la pandilla? El que mejor me caía era Ismael." "¿Qué dices? La mejor era Nora." Lectores, en fin, que harán suya la pandilla.
Ya la han hecho. La pandilla de la ardilla ya no es nuestra, ya no es mía. Esto se dice a menudo de los libros, lo de que pasan a ser de los lectores, pero es que en este caso es tan real que dan ganas de chillar. Al menos a mí me dieron, y no las reprimí. El primer día que me crucé con una niña que llevaba a Rasi bajo el brazo, grité. La niña me miró asustada hasta que le expliqué, toda orgullosa, sin plurales ni leches, que YO era LA MADRE de Rasi. La niña me contó que aquel muñeco de peluche que agarraba con fuerza, temerosa, con razón, de que yo se lo arrancara en cualquier momento, era la mascota de su clase y que cada fin de semana se lo llevaba un niño. He visto fotos de MI ardilla Rasi en la nieve, abrazada a un niño en un campo de fútbol...; he sabido de obras de teatro donde niños de carne y hueso interpretaban a los miembros de la pandilla; cientos de niños me han cantado la canción de la pandilla de la ardilla; en algún colegio me han recibido como si, más que la madre de Rasi, fuera Violetta...
Ahora intento controlarme. Procuro no gritar de emoción. Pero cada vez que veo a un niño, o niña, con Rasi bajo el brazo, me siento como debía de sentirse Garrett Augustus Morgan cada vez que se paraba junto a otro peatón en un semáforo, secretamente orgulloso de una autoría que resultaría impensable para quien estaba a su lado.
¿Conocen a Garrett? ¿Sabían que quien inventó los semáforos automáticos, allá por 1923, era negro, el séptimo de once hermanos, hijo de dos esclavos estadounidenses? Para que luego diga Nicholas Wade. Garrett inventó también la máscara de gas, el cigarrillo autoextinguible y un líquido para alisar el pelo. Él se lo ponía para hacerse pasar por indio de la reserva Walpole, porque para reservas, las que tenían sus compatriotas con él por ser negro. Garrett luego luchó por los derechos de los afroamericanos pero al principio disimulaba su negritud como un Michael Jackson cualquiera. Cómo reprochárselo. Si andamos exigiendo el martirio a cada quisque, acabaremos dejando sin sentido la palabra "héroe". Vuelvo, que ahora sí que me he ido pero bien. A lo que iba:
Todo este rollo para contarles que el sábado 14 de marzo a las cinco de la tarde voy a Alcalá de Henares, a la librería Diógenes, a presentar los libros de la pandilla de la ardilla. ¿Vienen?

Si ya tienen una edad y les queda más cerca Cariñena que Alcalá de Henares, el martes 10 de marzo a las 19h estaré, dentro del ciclo literario Escritoras españolas, en la Biblioteca Municipal de Cariñena hablando de ¡Buenas noches, Miami! y de lo que ustedes quieran. Insisto: ¿vienen?

jueves, 5 de marzo de 2015

Tengo trabajo

Cuando mi hijo empezó a hablar, lo hacía exclusivamente en segunda persona.
"Tienes sueño", decía para decir: "tengo sueño". "Tienes hambre", decía cuando quería decir: "tengo hambre". "Te has caído", informaba, en vez de: "me he caído".
Pronto comprendí que a la pobre criatura, centro del universo familiar, le faltaban modelos de uso de la primera persona. Ahórrense los presagios sobre mi pequeño Kim Jong-un. Lo sé. El caso es que, suspendida la vida propia por una vivencia de la maternidad tan volcada como abrumada, a mi hijo no le hablaba de mí. Tampoco los demás pronunciaban el "yo".
Había una única frase que mi hijo conjugaba en primera persona. Al parecer, era la única que me oía decir. Me recuerdo diciéndola una y otra vez con desesperación a aquel bebé que solo quería jugar, y esa frase, la única frase que mi hijo me oía decir en primera persona, la única que él decía en primera persona, cuando jugaba a sentarse ante un ordenador imaginario, era:
"Tengo trabajo."
Esta, que es una historia real, es también una historia de terror. Posiblemente, la más terrorífica de nuestros tiempos. Bueno, la segunda más terrorífica. La primera es una que empieza exactamente igual pero que acaba con otra frase, una frase que repiten con desesperación muchas madres, una frase que no pueden dejar de pronunciar porque ocupa tanto espacio mental que impide disfrutar de la vida, y más de un bebé, que es una vida anexa concentrada en unos pocos gramos, y esa frase es:
"No tengo trabajo."
El domingo, en fin, es el Día Internacional de la Mujer Trabajadora.
¿Felicidades?

La imagen del más-difícil-todavía desgraciadamente no sé de quién es, ni quién la hizo. La saqué de aquí.